La otomana llegó a la semana exacta del encargo. La bajaron del camión y la subieron a la casa con delicadeza y la depositaron en el rincón de una habitación amplia e iluminada, justo al lado de una ventana, de modo que la luz, a la persona que allí se tumbara, le entrara por la izquierda, como mandan los cánones. En cuanto se fueron los empleados de la tienda de muebles, terminó de desempaquetarla, la miró desde todos y cada uno de los ángulos posibles y se lanzó a la prueba. Se colocó con cuidado en el centro del mueble.