domingo, 6 de abril de 2025

Escribir a rachas

 


Las formas de la escritura. Las maneras de acercarse a ella. Los tiempos y los lugares. El instrumento utilizado y la superficie de aterrizaje. Todo puede ser distinto. 


Puede estar en relación directa con el tipo de vida. Con la clase de trabajo y con el tiempo de asueto. Pero, sobre todo, tiene que ver con uno mismo. Con tu forma de ser. Con tu Weltanschauung particular. Orden o desorden. Vivir a tiempos acordados o vivir a saltos de mata.

 

Vivir a impulsos. Vivir saboreando los diferentes momentos. Vivir oliendo el aire que pasa delante de tus narices en esos instantes. Atraparlo o dejarlo correr. 


O retener lo que puedas para, más tarde, en cualquier otro tiempo, usarlo como pretexto para plasmar lo que buenamente puedas. Y hacerlo formar parte del bagaje de sensaciones que vas acumulando. Una biblioteca de sensaciones a tu medida. Formarán parte de la vida interna. De la que de perfil observa la externa, tan confusa, tan obscena a veces, que no depende de ti y de la que puedes ser un mero observador. La vida de dentro, la que te procura una respiración vital, la que te anima, te provoca, te aminora o te engrandece, te eleva el espíritu o te hace descender, en la que cabe una amplia gama de sentimientos. 


Por ello se puede escribir a arranques. Con lápiz o teclado. Los papeles caminan por una mesa, como si fueran una familia de muñequitos de diferentes tamaños que se cambian de sitio, que aparecen por cualquier rincón o se han lanzado al abismo contra el mismo suelo o, perdón, ha sido el aire que ventila la habitación. Pero, sin duda, los papeles están locos porque son apuntes dispares tomados en cualquier momento y en cualquier lugar. Papelitos que aparecen en los bolsillos. Como cerillas deseosas de convertirse en el bello/peligroso incendio de una página, de un texto. Pretenden realizarse al menos. Aunque , producido el desahogo del que lo escribe, provoquen sonrisas, lágrimas o penas. Y qué importa. Se han convertido, de simples apuntes a veces prometedores, en un cuerpecito compuesto y presentable en pequeña sociedad.


Pero sin despreciar la necesaria disciplina. Quizás ajustarla cuanto sea posible. Para que no coarte la libertad de hacer, de vivir, de amar lo que se ama. Y conjugar la vida y las circunstancias. Tienes que continuar la tarea de reunir los pedazos dispersos e intentar componer algún otro puzzle. Algún otro texto. Escribir a rachas. La misma vida.  

sábado, 29 de marzo de 2025

Leer sin prisas

 


Un día, un momento, de repente me doy cuenta de que un rato de soledad se me presenta. Me ofrece el tiempo plano, ante mis ojos, muy abierto. No se sabe cuánto durará, pero aparece con visos de alargamiento. Me tienta con la mirada, me guiña una y otra vez, me cita como si yo fuera un toro que debe embestir. Y, en lugar de lanzarme con todas mis ganas, escarbo el suelo con las patas delanteras. Una y otra vez. La manifestación del regusto que se siente ante el placer que llega. Ante un viaje que se va a emprender. Ante un encuentro en el que uno se las promete tan felices. 

Todos los condicionantes se han aunado y mi aliado, el silencio, se me coloca al lado. La luz me imprime un optimismo que siempre ayuda. Y la alegría de un espléndido sol mañanero, abierto, que también te dice aquí estoy, todo mi calor contigo. Y con la consabida humildad me acerco y toco el libro, dispuesto a concentrarme y gozar de un  emocionante encuentro. Con el placer al que se llega cuando intervienen estos elementos, juntos, que apoyan la decisión, para disfrutar los tramos de viaje, para vivir al limite, si es posible. La aventura que llega con la novedad que te hace estar despierto, con ganas, pero sin ansias, con la calma con la que debo emprender el recorrido, atravesar ese desierto.  

Y leer sin prisas, con el descubrimiento de esa idea, con el reconocimiento de esa palabra, con el aprendizaje de esa forma de expresión que me llama la atención. Y, de vez en cuando, al sentir un leve cosquilleo en la cabeza, me detengo y releo el párrafo, la frase que me ha hecho sentir un placer especial y vuelvo a leerla para intensificarlo. 

Leer así también me hace detenerme para pensar en ello. Y puede que, al insistir, me lleguen otras ideas primas hermanas de las recién leídas. Y quizás deseen juntarse de nuevo, establecer una cita para repetir el encuentro y profundizar de otro modo o evocar juntas la hermosa aventura vivida. Y, siempre con calma, despierto, dispuesto a dilatar el tiempo. 

jueves, 27 de marzo de 2025

Enséñame a leer

 


Enséñame a leer. Quiero leer como leen los hombres y mujeres que rezan. No me importa si debo hacer movimientos y balanceos hacia adelante y hacia atrás. Quiero practicar la abstracción absoluta. Centrarme en la lectura tal como se centran en el juego los grandes jugadores. Me gustaría quedarme embobado, como se quedan los borrachos o los aturdidos con la mirada perdida. Quiero cultivar el ensimismamiento. Imitar al artista apasionado, al erudito entusiasmado, al sabio prudente y-por qué no- al loco obsesionado con una persona, un objeto o un pensamiento. 

Quiero balancearme por encima de la mesa como los judíos que leen las Escrituras y no oyen ni miran ni sienten otra cosa, más que lo que están leyendo. Quiero leer con gozo, con la plena conciencia, con el aislamiento necesario y absoluto, sin la menor distracción, con cuerpo y mente tan despiertos a los que ayudan el entusiasmo y el placer al mismo tiempo. Con todas las ganas de descubrir las ideas con claridad. Sopesar y aprender palabras, frases, giros y significados que pueda hacer propios por la intensidad con que los abordo. 

Y quiero abarcar lo que mi inteligencia me permita. O un poco más, si es posible. Para revivir lo que leo, para identificarme con todos los posibles sentimientos, para adquirir las experiencias que esa lectura me pueda transmitir. 

Tanto quiero aprender a leer, que quisiera introducirme, cuanto sea posible, en la misma lectura, en el mismo texto, en la misma aventura, no sólo para vivirla, como deseo, sino también, aunque sea mucho pedir, para poder cambiar destinos, retocar escenas, asombrarme por paisajes que pueda ampliar, añadir o suprimir diálogos, provocar situaciones nuevas. 

Soy consciente de mi gran osadía, aunque sé que no deja de ser un sueño. Conmoverme y ser capaz de conmover con la mayor naturalidad posible. Sin falsos esfuerzos. Sólo con la concentración interior por la que abogo, la concentración que anhelo. Sin miedo a la trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa. Sin miedo a la locura de esa monomanía que pudiera llevarme a aprender a escribir como leo. 

Enséñame a leer como deseo. 

miércoles, 26 de marzo de 2025

Mantener el hálito

 



Lo previo es poner los codos en la mesa, ensamblar las manos bajo la barbilla y dirigir los ojos hacia abajo. O mejor, cerrarlos y abrir los otros ojos, los que se encuentran dentro de la cabeza para ver desfilar las imágenes más variadas que, tantas veces, a gran velocidad, recorren esa indefinible pantalla. Mejor no mirar por la ventana. A menos que quieras detener el proyector interno que, si por él fuera, estaría funcionando sin descanso. 

Por momentos respiras, incluso profundamente, para que a continuación siga un rato más largo que no roce siquiera la inspiración que se proyecta. Pero notas que todo adquiere un ritmo frenético. No es fácil detener o aminorar el desfile. Si por casualidad cierta imagen te llama la atención, haces cuanto puedes por detenerla. Supone un gran derroche porque hay fuerzas desconocidas que frenan esa voluntad tuya de selección. 

Pero ya la tienes. La has escogido porque te ha llamado la atención con más vigor que otras anteriores. La miras. La enfrentas. Quieres fijarla. Que quede lo más inmóvil posible. Para poder acercarte a ella. Quieres familiarizarte. Por eso te pones a su lado, la quieres tocar con suavidad, comprobar si te deja aproximarte. 

En realidad, lo que deseas es dominarla un tanto para poder utilizarla como punto de partida de una indagación. Deseas que, a partir de ese movimiento, puedas penetrar en su interior y desplegar las múltiples secuencias que puedan derivar de ella misma. Abrir diferentes caminos desde ahí. Vías. Posibilidades. Un devenir u otro. Un camino que encuentres más atractivo. O, al menos, reconocerlo como el entorno más adaptado a tu quehacer, a tu pensamiento. A ti mismo. Algo que te encante de tal manera que, si se reúnen las circunstancias propicias, pueda alojarte durante una buena temporada. 

Y tal vez en ese caso bajarías las manos y abrirías los ojos físicos. Tomarías lápiz y papel y escribirías notas que describan y atrapen la idea, el entorno, algún detalle, alguna palabra, un pensamiento robado, unas frases atinadas, llamativas. Alternarías los ojos cerrados con los ojos abiertos. Las manos bajo el mentón con una mano que fija el papel y otra que agarra el lápiz con determinación por miedo a que todo se vaya al traste. Posiblemente la respiración se agite y los latidos cordiales dejen de ser tan plácidos. Como sucede cuando la emoción te embarga. 

Pero quizás debas intentar dominar a ese corcel que, si no lo impides, se desboca. No te precipites. Cogerías las riendas con decisión. Aunque corres el peligro de que te traicione ese hálito que te conduce y te mantiene en ese estado envidiable. Sé que en este punto tienes miedo de abandonar, de que todo te abandone. Los grandes esfuerzos se pagan y posiblemente carezcas del suficiente resuello. O tal vez no. 

Me resulta fácil advertirte. Pero, si puedes, no desfallezcas. Ármate cuanto puedas con las armas de la emoción y de la suma paciencia. A lo mejor tu respiración es más alargada. Y tu corazón más resistente. Y tus conceptos tienen más fundamento. 

Y, si no es el caso, persiste. Inténtalo una y otra vez. La simple tentativa ya es una aventura atractiva. Y ese ejercicio de manos-ojos-cabeza resulta beneficioso. Como una bendición. Como algo que te vacía y deja que todo tú se renueve. Nueva sangre, nuevas ideas, nuevos comienzos. La misma vida. 

 


lunes, 24 de marzo de 2025

La pereza, por ejemplo

 


Pereza es la primera palabra que me llega. Viene como alguien impaciente que quiere avisarme de un peligro. El peligro de la impaciencia que mi cuerpo y mi mente, juntos en esa cuestión, han captado en el devenir de la vida que llevo. Puede haber resultado lo más fácil, pero se han aunado en ese tema. Como si los demás no existieran. 

Ha venido la pereza respondona, se diría que chulesca. Como si su iniciativa fuera la más importante, superior a todo lo que quiera competir o incidir en la vida de uno. Apabulla cuando llega, calla cualquier intento de justificación aunque ni siquiera se tratara de un lamento o una incursión espontánea en una posible conversación. Sucede. Cae la bomba. Explota ante tus narices. Te hipnotiza, te ata de pies y manos, te derrumba. Caes fulminado. No tienes nada que decir. Cualquier intento de no sometimiento es inútil. Estoy vencido. 

Si acaso da tiempo a bajar la mirada, a remover con lentitud el fuero interno y buscar alguna salida, una reacción que no perjudique al mismo ser. Tanteo posibilidades que, tras alguna de las puertas, me permita un estiramiento, aunque me fuerce a reptar por el hueco. 

Pero antes me asombra la inmensa docilidad, la aceptación incuestionable de toda orden, de cualquier planificación externa a mi mismo, que llega vociferante pero fácil, con la suavidad de lo que se aparca sin contemplación pero con una fuerza que detenta una amenaza avasalladora. Me pregunto qué me inmoviliza, qué me detiene todo incipiente pensamiento o toma de posición. Se podría pensar en la poca valoración de uno mismo, en el querer evitar todo conflicto, en el miedo a la soledad o aislamiento, en la disminución de los elementos imprescindibles, de tipo fisiológico o psicológico, para afrontar los diferentes embates de una vida, para enfrentarse a la vida misma. La falta de valor en tiempos complicados. El miedo a la aventura. El pavor ante lo desconocido. El deseo de paz, aunque se trate de una paz dolorosa de un vencido, humillado, dormido. La aniquilación de la voluntad. El olvido de uno mismo. El desaliento. La confusión. La confesión. La culpa. Alguna culpa. La que produce una sensación de vacío. Una vergüenza. Una falsa modestia. Un desatino incomprensible. 

Y, por qué no, la pereza. La pereza que comenzaba arriba y la pereza que aquí termina. La pereza como envoltorio de un pack de palabras y frases que se han convertido, finalmente, en un texto. La pereza de escribir, por ejemplo. 

sábado, 8 de marzo de 2025

Sara sonríe

 


Sara se ríe. No cree en absoluto en lo que le dicen. El sentido común la respalda. Se ve mayor para procrear. Entorna los ojos para pensar en la posible causa del vaticinio. Por qué se lo anuncian como si el emisor fuera un profeta. Quizás se toparon con una pizca de su antigua hermosura. A lo mejor observaron esa placidez que siempre le acompaña. La que hace sonreír a sus admiradores mientras, durante más tiempo del acostumbrado, la contemplan. Puede que hayan notado la viva complicidad que mantiene con su esposo. ¡Se plantea tantas cosas!

Pero nada le preocupa sobremanera. Lleva una existencia calma. Más tranquila que cuando realizaba tantos quehaceres. Ahora camina despacio por la vida, tantea los obstáculos, pisa todo con la conciencia que sabe sopesar, mientras la cabeza examina, recuerda, establece vínculos y extrae conclusiones.

Y los ojos y los oídos, tan despiertos, atienden al aire que corre, a la brisa que acaricia, a los sonidos que siempre significan algo, que denotan una situación aquí y otra allá, a los restos de conversaciones que capta a su paso. Y, entretanto, sus ojos observan el paisaje, la luminosidad a su alcance, los rostros que transparentan alegrías y tristezas, la mayor o menor fe en la misma vida. 

Sara sonríe mientras camina. Por momentos piensa que se encuentra en la mejor fase de su vida. Y, a medida que da los pasos, con la breve sonrisa en sus labios, siente todo y lo coloca en su sitio. Lo acepta, lo amolda y procura darle un sentido. Y Sara siempre adelante con su sonrisa. 


viernes, 7 de marzo de 2025

Mejor callar

 Mejor callar. Sellar la boca para no emitir los pensamientos que fluyen por la cabeza. Para no desarrollar las reacciones a lo que se ve. A lo que los ojos estupefactos descubren. A lo que los ojos tan vivos contemplan. Incluso procurar que los ojos no expresen nada. Habría que dejarlos fijos, inmóviles, sin expresión alguna. Practicar el silencio, el no expresar de ningún modo la aprobación o el desaliento, la reacción positiva o negativa, la sorpresa alegre o el escándalo ante una escena, una situación, unos hechos. 

Mejor colocarse en la otra orilla. La orilla de los seres inanimados. De la viveza a la muerte súbita. Del juvenil saltar por todo al avejentado inmovilismo de los que no deben o no pueden o no quieren pronunciarse. Quizás no tengan derecho. Quizás les dan por consumido su tiempo. Quizás, al cambiar las consideraciones, han perdido el tacto oportuno en la intervención. Incluso el derecho a la intervención. 

A lo mejor pasó tanto tiempo que se está sobrepasado. Que los argumentos de otro tiempo ya no pueden ser entendidos ni admitidos. Lo que fuera normal ahora es grave. Como si una gran hipocresía se hubiera extendido como un enorme manto que lo cubre todo y domina la vida del momento. Como si ese manto cubriera todos los valores antiguos ya, los hubiera tapado, condenado, perseguido, eliminado para enaltecer otros valores tan superficiales que denotarían un mundo cada vez más descafeinado, mezclado, confundido, extenuado, aparente. La apariencia como una extensa manta encubridora de no se sabe qué intereses. De intereses menos humanos, aparentemente más humanos. Menos firmes, aparentemente más airosos. 

Mejor callar, permanecer en un círculo cada vez más pequeño. Perder poco a poco el contacto con el exterior. Para no contaminarse y, sobre todo, no errar y ser condenado por la cuestión más simple e inofensiva que ahora ya es ofensiva y perseguida a muerte. 

Callar. Quedarse en una burbuja. No asomar la cabeza ni alguna otra parte del cuerpo ni de la mente. Convertirse en una planta, aunque sea una planta que va a menos y que no necesita riego porque ni crece ni padece ni brilla ni se convierte en árbol de frutos frescos. Una planta silenciosa que, si sufre, ni se nota. Pero todos se aseguran de que no haga sufrir, de que no rompa el nuevo ritmo, la nueva filosofía, tan simple, tan sencilla, tan reluciente. 

Mejor callar. Desviar los pensamientos y las reacciones hacia adentro. Ampliar el mundo interior con todo lo que en otros momentos hubiera salido al exterior. Realizar una verdadera y decidida mudanza hacia un mundo rico interno. Dar la espalda a lo vivido fuera por el miedo a ser perseguido, a ser señalado y apartado como descatalogado, fuera de toda línea actual, como si la verdadera desaparición se hubiera producido. 

Mejor callar, no expresar, no mover ni un ápice del cuerpo, no vaya a ser interpretado de un modo desatinado y fuera del actual contexto. Que aún hay miedo a avergonzarse, a pisar el fango y hundirse sin remedio y quizás con mofas y desprecios. Bienvenido al silencio.