martes, 14 de enero de 2025

Leo Lenz

 El hombre entró en casa de Lenz por la puerta alemana. Siempre le había llamado la atención lo alemán por desconocido. También por el poder, la situación central en su marco geográfico y por la prepotencia. Esa creencia de superioridad que, si bien odiaba como para apartarle de la idea de interesarse en ella, al mismo tiempo le atraía. Sentía la curiosidad de conocer detalles, fuerzas, caracteres, cualquier insignificancia que le aportara algún conocimiento. 


Abrió la puerta sin más y se encontró con un joven en apuros. Una especie de prisionero por algún hecho grave al que castigaban con una redacción. Lo aislaron para que pudiera trabajar en ella y nunca hubieran podido imaginar que le hacían un gran favor. El favor del aislamiento, de la soledad para pensar, recordar y escribir. Al mismo tiempo lo apartaban de las malas compañías, de las buenas y de todo el ruido externo, que siempre arrastra a la confusión, la inquietud constante por diversos temas, con sobresaltos emocionales, y a la pérdida de tiempo. Porque, para él, todo lo que no fuera un lápiz, un papel, unos codos sobre una mesa, un aire respirable, unos ojos prestos siempre a observar momentos de la vida vividos o imaginados o soñados constituían una demora, una distracción o un alejamiento del camino que quería seguir. 


Aunque con pequeñas interrupciones, durante las cuales escondía con toda diligencia los papeles para ocultarlos, para no mostrar su acto preferido, alimentaba las hojas con todo lo que le venía a la mente. No podía mostrar su placer al escribir. En otro caso lo hubieran lanzado a la muchedumbre, al conjunto de chicos detenidos por actos difíciles de calificar y con una mentalidad básica muy alejada de la suya, con unos ideales que nada tenían que ver con lo propios, no por ser peores, sino por dirigirse hacia la esquina opuesta a la suya del mundo y de la misma vida.  


Así pasaba los días, encerrado, en compañía de los básicos juguetes preferidos. Imaginaba historias que empezaran interesantes, o curiosas al menos, y le costaba continuarlas o acercarse a algún final. Se le echaban encima los principios de historias, iniciaba el camino y, a una cierta altura, hechos unos tramos que prometían un desarrollo viable, se detenía de pronto. Sufría  un empujón importante, de esos que, si no tumban, al menos desequilibran hasta tal punto que producen un desarreglo total, como el de un terremoto en el que, sin llegar a tragarte la tierra, te balancea, te desplaza y, cuando abres los ojos, te hallas en otro lugar diferente. Y todo provocado por la prisa de las historias por salir. Historias que no cuajan porque mueren a las pocas horas. O desaparecen bajo el agua. Y no se sabe si reaparecerán o quedarán sepultadas para siempre. Historia empuja historia. Historias inquietas, nerviosas, exaltadas. Violentas al querer imponerse a las que les preceden. Desatadas. 


Las interrupciones le hicieron salvar algunos papeles. Los que escondía para no ser vistos por nadie. Los ocultos por miedo a perder el privilegio de la soledad y la escritura. Y entonces, al quedarse solo de nuevo, en lugar de coger nuevos papeles en blanco, decidió retomar los escondidos, para intentar salvar algo, para tratar de dar continuidad a los fragmentos, una tarea mucho más dura, menos espontánea y que él ponía en cuestión del mismo modo en que enmarcaba a todo el mundo en una duda existencial. 

jueves, 9 de enero de 2025

El bautizo de un escritor

 Las pequeñas pasiones pueden incidir de modo curioso en la vida de uno. Y Ludovico tenía una pasión, la de estar cerca de todo lo que significara, oliera, rondara y tratara sobre la escritura. Pero no cualquier escritura, sino la de autores que empezaban a sonarle, que comenzaba a admitir en sus estanterías o a escoger de las estanterías de las bibliotecas frecuentadas. Escritores normales, que no estuvieran tan encumbrados como para jactarse de su escritura ante el público, ni para creerse por encima del resto de los humanos. Escritores que, en momentos como esos, estuvieran dispuestos a mostrarse, a dar pistas, a entusiasmar a la gente de letras que acudía a escucharlos y, sobre todo, a quien, en lugar de querer quedar bien ante los catedráticos y autoridades presentes, intentaran enlazar con personas con los ojos abiertos y atentos, que más que indicar sorpresa o admiración, indicaran eso y algo más, una especie de ansia de captar y extraer para sí las palabras, las ideas, las maneras y hasta los mismos gestos del orador.

Por eso, cada año, cuando en la metrópolis se organizaban las Jornadas de Literatura, a la que asistían escritores, profesores del ramo y gente de universidad, él, que había ido ahorrando una pequeña cantidad de dinero a lo largo de varios meses, pedía permiso en su oficina, reservaba una habitación en un hotel de la metrópolis y asistía a las charlas de cada una de las Jornadas.
Ludovico llegaba puntual a cada cita y se colocaba en el lugar estratégico decidido con anterioridad, abría su gran libreta tamaño folio confeccionada por él mismo y se disponía a tomar nota de todo lo que le llamaba la atención. Y le atraían muchas ideas, muchas expresiones, pero a veces era tan grande su concentración, que se quedaba como embobado y dejaba de tomar notas hasta que se daba cuenta de ello y se ponía a escribir como loco con una letra ilegible las ideas que quería retener.
Una noche, mientras veía las noticias de última hora en la televisión del hotel, pasaron un brevísimo reportaje de las Jornadas y se quedó petrificado al verse mirando con una cara de sorprendente atención al conferenciante. Sintió un poco de vergüenza y comprendió enseguida por qué habían escogido esa actitud de gran interés. Pero pensó que, de todos modos, era un flash de noticia rápido y lo olvidó al instante.
A las afueras del salón de conferencias se colocaba un tenderete de libros que le llamaba la atención y que escudriñaba una y otra vez, dada la variedad y los cambios que se producían, en un desfile continuado de obras, según los escritores que hablaban y de los que se hablaba.
Y cada día encontraba alguna pequeña joya en ese entramado. Se hacía con ella y, si era posible, aprovechaba que el autor estuviera presente para cazarlo in fraganti y solicitarle la firma, que no era sino la excusa para intercambiar unas palabras, hacerle unas preguntas que le empujaban dentro de su cabeza y que acababan por salir con un desparpajo que a él mismo lo sorprendía, sobre todo cuando había pasado el trago. Pero era lo que le gustaba, lo que le podía dejar saciado, había venido a eso, había dejado todo para rozar lo que le parecía algo sagrado, inalcanzable, alejado, y ahora lo tenía delante, tan al alcance de su mano, que pensaba que todo era un sueño.
Y soñaba que esos días hacia vida de escritor que hablaba sin problema con otros escritores, que no sabían nada de su oficina, de su barrio, de su pasión por los libros. Probablemente le notaran el brillo de los ojos, quizás ahí pudieran sospechar que se trataba de un aprendiz, de un obseso de las letras que no ha llegado a nada, ni a publicar una sencilla obra, aunque fuera copiada, sin conocimiento de nada ni de nadie que le diera paso a ese mundo de privilegio del libro, porque ese brillo y esa pasión le traspasaban los ojos y la boca y, a lo mejor, quién sabe, tenía que haber vomitado para disimular su modesta escritura y parecer así siquiera un gozador del alcohol como Baudelaire o un borracho de letras y de vino. Pero salía airoso de un encuentro, se retiraba aparte y se preparaba para la próxima sesión.
El último día, en la confusión entre el sueño y la realidad de la nueva mañana, apareció en el salón cinco minutos tarde con su cartera de asistente en bandolera y una botella de champán tamaño especial, se detuvo delante de todos, entre el estrado y el público, la descorchó con gran estruendo y sonó un aplauso creciente, de esos que se dan a las grandes locuras y a las personas muy importantes. Y Ludovico, pensaran todos lo que pensaran entre gran loco y gran artista, se derramó el champán por encima de su cabeza y se sintió escritor.

miércoles, 8 de enero de 2025

Qué miedo a escribir

 Siempre los miedos. Toda clase de miedos. Y escribir. Aparece ahí, de pie. Provocándome como tantas veces. Sólo para bailar un rato conmigo. A lo mejor me sonríe. O me empuja a la calle de la amargura. Pero ahí está. Como si me adivinara mi deseo. Un impulso que pudiera ser transparente. De ahí su aparición. 

Definitivamente quiere que reflexione. Que piense que lo tengo. que me posee. Que me debo quedar con él. Y, si miro un poco, puede que lo confunda con la vergüenza. Todo te da vergüenza cuando eres un niño ingenuo, toda la inocencia como una sábana alrededor de ti. Un amplio trapo limpio que no se despega de tu mente, de tu mismo cuerpo como una barrera, como un muro de contención.  

Miedo a que conozcan tus rincones exclusivos. Rincones de una supuesta perversidad inimaginable en esa carita primigenia. Rincones supuestamente maravillosos, o algo maravillosos, que ocultas porque te pueden poner más rojo que los más perversos. Rincones que defiendes con todas tus fuerzas. 

Miedo a una violación de una intimidad que ya podría estar más al aire. O entre el aire y el sol. O entre el sol y la noche. Ocultaciones. Para qué a esta alturas. Para qué antes de ahora. Una mente educada. Inducida. Sobrellevada. Dirigida.  

Los miedos a escribir se difuminan y te lanzas al ruedo con la improvisación que se mueve entre el buen sentido y la locura. Así las sensaciones disfrutan más de ellas mismas. Das ocasión a que se reúnan y se miren a los ojos, más abiertos que de costumbre, más propicios a sonreír y expresar el gozo de la espontaneidad alocada. 

O el miedo es a mostrar. A que alguien pueda verlo. A que descubran lo que no pretendes. A que conozcan detalles que no quieres que conozcan y que nadie -convéncete- necesita conocer. Te puedes quedar tranquilo. Escribir es tuyo pero no eres tú. Escribes de tantas cosas diferentes, personas variadas, experiencias extraídas, lecturas realizadas. Hay que atenuar ese miedo. Maquillarlo. Difuminarlo hasta desaparecer. Conjugar un adiós definitivo al miedo. Si es posible. 

viernes, 3 de enero de 2025

A la búsqueda de un texto

 Te puedes levantar muy temprano si quieres. Lady Obsesión no te ha dejado dormir. Se diría que te tiene atenazado. No te voy a decir por dónde. Pero te levantas para buscar un texto. Antes realizas los actos ordinarios, los acostumbrados. Pero esta vez con mayor rapidez, sin tanto esmero. La meta la tienes clavada. Ella te condiciona tus actos, todos tus actos, hasta los más insignificantes. Y hace que todo vaya a una velocidad supersónica. Todo ha pasado a segundo plano. Fuera. Fuera. Adelante. Caminas desembocado. Y por fin llegas a la silla y miras la pantalla, la hoja moderna con una luz que casi te deslumbra. Toda blanca. Toda luz. Pero nada. No ves nada. Te ha cegado. Buscas la razón del vacío. Pero no estás en condiciones de encontrar nada porque no estás en condiciones de buscar nada. Porque la precipitación de Lady “Obs” te obstruye. Lady Obstrucción parece. 

Tras tanta rapidez, velocidad, eliminación de lo corriente, de todo lo habitual. El deseo de llegar pronto a la meta te ha traicionado. Te ha vaciado. Te ha arrancado todos los argumentos, incluso los más pequeños que siempre te asomaban por encima del flequillo. Se te ha caído el alma a los pies. Y los pensamientos denigrantes, los aniquiladores siempre al acecho, aparecen delante de ti. En toda la pantalla. Te miran con ojos que atraviesan, que tumban a cualquiera. Quizás sea el momento de volver a empezar. Por lo más básico. Trasladarte a la primera edad. A las primeras sensaciones. Los primeros instantes  y las primeras capturas de ideas, pensamiento y sentimientos. A lo mejor pescas algo, espera el momento. Con toda paciencia. Sin prisas. Aunque sea un pequeño texto. 

jueves, 2 de enero de 2025

Fragmentario

 De abanico a manta corren los meses, las lecturas, las celebraciones, las palabras. Todos con una prisa enorme. No hay tiempo para la pausa y el regusto. El verbo degustar se ha ausentado de este mundo. Intento provocarle su vuelta, enseñarle la muleta como si de un toro se tratara. Lo piropeo a pesar de mi poco deseo de practicar alabanzas. Y en esas estoy. Hago paradas, levanto la mirada, aminoro el paso, me inunda el deseo de embelesarme y me repito a cada instante date cuenta de lo que haces. Por si me ayuda a hacerlo de facto. Pero las prisas me circundan como culebras amenazantes de mil formas y me embisten sin la menor delicadeza. 

Tantas aprensiones me incitan a una maratón por los diarios de Chirbes, un largo y lento recorrido, me acompaña siempre Tizón con su leve herida a cuestas y luego una multitud de señores y señoras a los que me asomo porque me seducen, pero duran poco entre mis manos. Porque siempre hay gente nueva que llega,  asoma la cabeza, me mira y me atonta, aunque todo vuelve a ser pasajero. Unos pisan a otros. Algunos se quedan colgando y no puedo soltarlos. Esperan simplemente el momento en que puedan mantener durante algún tiempo el encuentro iniciado. 

Aun así, sigo nadando. Muchos peces alrededor. Se acercan. Me huelen y me picotean con sus sensuales labios. No me disgustan nada. Siempre busco en ellos la nueva sensación, el nuevo fervor, el espíritu seductor que aparece, se regodea y me deja con un deseo encendido. Me encuentro rodeado de llamas dispuestas a ser utilizadas, a conceder un placer exclusivo. A veces no sé si soy un pez que caza o que es cazado. O que soy más pez que los mismos peces, a caballo entre el mar y el agua dulce de los ríos que van a la misma mar.

Hace poco he vislumbrado un hueco donde evadirme, una lengua fácil, un pez George recomendado. Pensaba que me iba a transportar a otros océanos, pero se ha quedado cerca de mi, como tantos. A veces me mira, me encandila y se coloca de nuevo muy cerca. Sabe que debe compartir mi compañía con tantos otros que nadan a nuestro lado. No dejes que te agobien, sigue la senda como más te guste, me dice la comendadora. Y yo le hago caso. Porque pienso lo mismo. Y, sin agobios, continuo mi camino   de ser fragmentario.