jueves, 9 de enero de 2025

El bautizo de un escritor

 Las pequeñas pasiones pueden incidir de modo curioso en la vida de uno. Y Ludovico tenía una pasión, la de estar cerca de todo lo que significara, oliera, rondara y tratara sobre la escritura. Pero no cualquier escritura, sino la de autores que empezaban a sonarle, que comenzaba a admitir en sus estanterías o a escoger de las estanterías de las bibliotecas frecuentadas. Escritores normales, que no estuvieran tan encumbrados como para jactarse de su escritura ante el público, ni para creerse por encima del resto de los humanos. Escritores que, en momentos como esos, estuvieran dispuestos a mostrarse, a dar pistas, a entusiasmar a la gente de letras que acudía a escucharlos y, sobre todo, a quien, en lugar de querer quedar bien ante los catedráticos y autoridades presentes, intentaran enlazar con personas con los ojos abiertos y atentos, que más que indicar sorpresa o admiración, indicaran eso y algo más, una especie de ansia de captar y extraer para sí las palabras, las ideas, las maneras y hasta los mismos gestos del orador.

Por eso, cada año, cuando en la metrópolis se organizaban las Jornadas de Literatura, a la que asistían escritores, profesores del ramo y gente de universidad, él, que había ido ahorrando una pequeña cantidad de dinero a lo largo de varios meses, pedía permiso en su oficina, reservaba una habitación en un hotel de la metrópolis y asistía a las charlas de cada una de las Jornadas.
Ludovico llegaba puntual a cada cita y se colocaba en el lugar estratégico decidido con anterioridad, abría su gran libreta tamaño folio confeccionada por él mismo y se disponía a tomar nota de todo lo que le llamaba la atención. Y le atraían muchas ideas, muchas expresiones, pero a veces era tan grande su concentración, que se quedaba como embobado y dejaba de tomar notas hasta que se daba cuenta de ello y se ponía a escribir como loco con una letra ilegible las ideas que quería retener.
Una noche, mientras veía las noticias de última hora en la televisión del hotel, pasaron un brevísimo reportaje de las Jornadas y se quedó petrificado al verse mirando con una cara de sorprendente atención al conferenciante. Sintió un poco de vergüenza y comprendió enseguida por qué habían escogido esa actitud de gran interés. Pero pensó que, de todos modos, era un flash de noticia rápido y lo olvidó al instante.
A las afueras del salón de conferencias se colocaba un tenderete de libros que le llamaba la atención y que escudriñaba una y otra vez, dada la variedad y los cambios que se producían, en un desfile continuado de obras, según los escritores que hablaban y de los que se hablaba.
Y cada día encontraba alguna pequeña joya en ese entramado. Se hacía con ella y, si era posible, aprovechaba que el autor estuviera presente para cazarlo in fraganti y solicitarle la firma, que no era sino la excusa para intercambiar unas palabras, hacerle unas preguntas que le empujaban dentro de su cabeza y que acababan por salir con un desparpajo que a él mismo lo sorprendía, sobre todo cuando había pasado el trago. Pero era lo que le gustaba, lo que le podía dejar saciado, había venido a eso, había dejado todo para rozar lo que le parecía algo sagrado, inalcanzable, alejado, y ahora lo tenía delante, tan al alcance de su mano, que pensaba que todo era un sueño.
Y soñaba que esos días hacia vida de escritor que hablaba sin problema con otros escritores, que no sabían nada de su oficina, de su barrio, de su pasión por los libros. Probablemente le notaran el brillo de los ojos, quizás ahí pudieran sospechar que se trataba de un aprendiz, de un obseso de las letras que no ha llegado a nada, ni a publicar una sencilla obra, aunque fuera copiada, sin conocimiento de nada ni de nadie que le diera paso a ese mundo de privilegio del libro, porque ese brillo y esa pasión le traspasaban los ojos y la boca y, a lo mejor, quién sabe, tenía que haber vomitado para disimular su modesta escritura y parecer así siquiera un gozador del alcohol como Baudelaire o un borracho de letras y de vino. Pero salía airoso de un encuentro, se retiraba aparte y se preparaba para la próxima sesión.
El último día, en la confusión entre el sueño y la realidad de la nueva mañana, apareció en el salón cinco minutos tarde con su cartera de asistente en bandolera y una botella de champán tamaño especial, se detuvo delante de todos, entre el estrado y el público, la descorchó con gran estruendo y sonó un aplauso creciente, de esos que se dan a las grandes locuras y a las personas muy importantes. Y Ludovico, pensaran todos lo que pensaran entre gran loco y gran artista, se derramó el champán por encima de su cabeza y se sintió escritor.