El hombre entró en casa de Lenz por la puerta alemana. Siempre le había llamado la atención lo alemán por desconocido. También por el poder, la situación central en su marco geográfico y por la prepotencia. Esa creencia de superioridad que, si bien odiaba como para apartarle de la idea de interesarse en ella, al mismo tiempo le atraía. Sentía la curiosidad de conocer detalles, fuerzas, caracteres, cualquier insignificancia que le aportara algún conocimiento.
Abrió la puerta sin más y se encontró con un joven en apuros. Una especie de prisionero por algún hecho grave al que castigaban con una redacción. Lo aislaron para que pudiera trabajar en ella y nunca hubieran podido imaginar que le hacían un gran favor. El favor del aislamiento, de la soledad para pensar, recordar y escribir. Al mismo tiempo lo apartaban de las malas compañías, de las buenas y de todo el ruido externo, que siempre arrastra a la confusión, la inquietud constante por diversos temas, con sobresaltos emocionales, y a la pérdida de tiempo. Porque, para él, todo lo que no fuera un lápiz, un papel, unos codos sobre una mesa, un aire respirable, unos ojos prestos siempre a observar momentos de la vida vividos o imaginados o soñados constituían una demora, una distracción o un alejamiento del camino que quería seguir.
Aunque con pequeñas interrupciones, durante las cuales escondía con toda diligencia los papeles para ocultarlos, para no mostrar su acto preferido, alimentaba las hojas con todo lo que le venía a la mente. No podía mostrar su placer al escribir. En otro caso lo hubieran lanzado a la muchedumbre, al conjunto de chicos detenidos por actos difíciles de calificar y con una mentalidad básica muy alejada de la suya, con unos ideales que nada tenían que ver con lo propios, no por ser peores, sino por dirigirse hacia la esquina opuesta a la suya del mundo y de la misma vida.
Así pasaba los días, encerrado, en compañía de los básicos juguetes preferidos. Imaginaba historias que empezaran interesantes, o curiosas al menos, y le costaba continuarlas o acercarse a algún final. Se le echaban encima los principios de historias, iniciaba el camino y, a una cierta altura, hechos unos tramos que prometían un desarrollo viable, se detenía de pronto. Sufría un empujón importante, de esos que, si no tumban, al menos desequilibran hasta tal punto que producen un desarreglo total, como el de un terremoto en el que, sin llegar a tragarte la tierra, te balancea, te desplaza y, cuando abres los ojos, te hallas en otro lugar diferente. Y todo provocado por la prisa de las historias por salir. Historias que no cuajan porque mueren a las pocas horas. O desaparecen bajo el agua. Y no se sabe si reaparecerán o quedarán sepultadas para siempre. Historia empuja historia. Historias inquietas, nerviosas, exaltadas. Violentas al querer imponerse a las que les preceden. Desatadas.
Las interrupciones le hicieron salvar algunos papeles. Los que escondía para no ser vistos por nadie. Los ocultos por miedo a perder el privilegio de la soledad y la escritura. Y entonces, al quedarse solo de nuevo, en lugar de coger nuevos papeles en blanco, decidió retomar los escondidos, para intentar salvar algo, para tratar de dar continuidad a los fragmentos, una tarea mucho más dura, menos espontánea y que él ponía en cuestión del mismo modo en que enmarcaba a todo el mundo en una duda existencial.