domingo, 6 de abril de 2025

Escribir a rachas

 


Las formas de la escritura. Las maneras de acercarse a ella. Los tiempos y los lugares. El instrumento utilizado y la superficie de aterrizaje. Todo puede ser distinto. 


Puede estar en relación directa con el tipo de vida. Con la clase de trabajo y con el tiempo de asueto. Pero, sobre todo, tiene que ver con uno mismo. Con tu forma de ser. Con tu Weltanschauung particular. Orden o desorden. Vivir a tiempos acordados o vivir a saltos de mata.

 

Vivir a impulsos. Vivir saboreando los diferentes momentos. Vivir oliendo el aire que pasa delante de tus narices en esos instantes. Atraparlo o dejarlo correr. 


O retener lo que puedas para, más tarde, en cualquier otro tiempo, usarlo como pretexto para plasmar lo que buenamente puedas. Y hacerlo formar parte del bagaje de sensaciones que vas acumulando. Una biblioteca de sensaciones a tu medida. Formarán parte de la vida interna. De la que de perfil observa la externa, tan confusa, tan obscena a veces, que no depende de ti y de la que puedes ser un mero observador. La vida de dentro, la que te procura una respiración vital, la que te anima, te provoca, te aminora o te engrandece, te eleva el espíritu o te hace descender, en la que cabe una amplia gama de sentimientos. 


Por ello se puede escribir a arranques. Con lápiz o teclado. Los papeles caminan por una mesa, como si fueran una familia de muñequitos de diferentes tamaños que se cambian de sitio, que aparecen por cualquier rincón o se han lanzado al abismo contra el mismo suelo o, perdón, ha sido el aire que ventila la habitación. Pero, sin duda, los papeles están locos porque son apuntes dispares tomados en cualquier momento y en cualquier lugar. Papelitos que aparecen en los bolsillos. Como cerillas deseosas de convertirse en el bello/peligroso incendio de una página, de un texto. Pretenden realizarse al menos. Aunque , producido el desahogo del que lo escribe, provoquen sonrisas, lágrimas o penas. Y qué importa. Se han convertido, de simples apuntes a veces prometedores, en un cuerpecito compuesto y presentable en pequeña sociedad.


Pero sin despreciar la necesaria disciplina. Quizás ajustarla cuanto sea posible. Para que no coarte la libertad de hacer, de vivir, de amar lo que se ama. Y conjugar la vida y las circunstancias. Tienes que continuar la tarea de reunir los pedazos dispersos e intentar componer algún otro puzzle. Algún otro texto. Escribir a rachas. La misma vida.  

sábado, 29 de marzo de 2025

Leer sin prisas

 


Un día, un momento, de repente me doy cuenta de que un rato de soledad se me presenta. Me ofrece el tiempo plano, ante mis ojos, muy abierto. No se sabe cuánto durará, pero aparece con visos de alargamiento. Me tienta con la mirada, me guiña una y otra vez, me cita como si yo fuera un toro que debe embestir. Y, en lugar de lanzarme con todas mis ganas, escarbo el suelo con las patas delanteras. Una y otra vez. La manifestación del regusto que se siente ante el placer que llega. Ante un viaje que se va a emprender. Ante un encuentro en el que uno se las promete tan felices. 

Todos los condicionantes se han aunado y mi aliado, el silencio, se me coloca al lado. La luz me imprime un optimismo que siempre ayuda. Y la alegría de un espléndido sol mañanero, abierto, que también te dice aquí estoy, todo mi calor contigo. Y con la consabida humildad me acerco y toco el libro, dispuesto a concentrarme y gozar de un  emocionante encuentro. Con el placer al que se llega cuando intervienen estos elementos, juntos, que apoyan la decisión, para disfrutar los tramos de viaje, para vivir al limite, si es posible. La aventura que llega con la novedad que te hace estar despierto, con ganas, pero sin ansias, con la calma con la que debo emprender el recorrido, atravesar ese desierto.  

Y leer sin prisas, con el descubrimiento de esa idea, con el reconocimiento de esa palabra, con el aprendizaje de esa forma de expresión que me llama la atención. Y, de vez en cuando, al sentir un leve cosquilleo en la cabeza, me detengo y releo el párrafo, la frase que me ha hecho sentir un placer especial y vuelvo a leerla para intensificarlo. 

Leer así también me hace detenerme para pensar en ello. Y puede que, al insistir, me lleguen otras ideas primas hermanas de las recién leídas. Y quizás deseen juntarse de nuevo, establecer una cita para repetir el encuentro y profundizar de otro modo o evocar juntas la hermosa aventura vivida. Y, siempre con calma, despierto, dispuesto a dilatar el tiempo. 

jueves, 27 de marzo de 2025

Enséñame a leer

 


Enséñame a leer. Quiero leer como leen los hombres y mujeres que rezan. No me importa si debo hacer movimientos y balanceos hacia adelante y hacia atrás. Quiero practicar la abstracción absoluta. Centrarme en la lectura tal como se centran en el juego los grandes jugadores. Me gustaría quedarme embobado, como se quedan los borrachos o los aturdidos con la mirada perdida. Quiero cultivar el ensimismamiento. Imitar al artista apasionado, al erudito entusiasmado, al sabio prudente y-por qué no- al loco obsesionado con una persona, un objeto o un pensamiento. 

Quiero balancearme por encima de la mesa como los judíos que leen las Escrituras y no oyen ni miran ni sienten otra cosa, más que lo que están leyendo. Quiero leer con gozo, con la plena conciencia, con el aislamiento necesario y absoluto, sin la menor distracción, con cuerpo y mente tan despiertos a los que ayudan el entusiasmo y el placer al mismo tiempo. Con todas las ganas de descubrir las ideas con claridad. Sopesar y aprender palabras, frases, giros y significados que pueda hacer propios por la intensidad con que los abordo. 

Y quiero abarcar lo que mi inteligencia me permita. O un poco más, si es posible. Para revivir lo que leo, para identificarme con todos los posibles sentimientos, para adquirir las experiencias que esa lectura me pueda transmitir. 

Tanto quiero aprender a leer, que quisiera introducirme, cuanto sea posible, en la misma lectura, en el mismo texto, en la misma aventura, no sólo para vivirla, como deseo, sino también, aunque sea mucho pedir, para poder cambiar destinos, retocar escenas, asombrarme por paisajes que pueda ampliar, añadir o suprimir diálogos, provocar situaciones nuevas. 

Soy consciente de mi gran osadía, aunque sé que no deja de ser un sueño. Conmoverme y ser capaz de conmover con la mayor naturalidad posible. Sin falsos esfuerzos. Sólo con la concentración interior por la que abogo, la concentración que anhelo. Sin miedo a la trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa. Sin miedo a la locura de esa monomanía que pudiera llevarme a aprender a escribir como leo. 

Enséñame a leer como deseo. 

miércoles, 26 de marzo de 2025

Mantener el hálito

 



Lo previo es poner los codos en la mesa, ensamblar las manos bajo la barbilla y dirigir los ojos hacia abajo. O mejor, cerrarlos y abrir los otros ojos, los que se encuentran dentro de la cabeza para ver desfilar las imágenes más variadas que, tantas veces, a gran velocidad, recorren esa indefinible pantalla. Mejor no mirar por la ventana. A menos que quieras detener el proyector interno que, si por él fuera, estaría funcionando sin descanso. 

Por momentos respiras, incluso profundamente, para que a continuación siga un rato más largo que no roce siquiera la inspiración que se proyecta. Pero notas que todo adquiere un ritmo frenético. No es fácil detener o aminorar el desfile. Si por casualidad cierta imagen te llama la atención, haces cuanto puedes por detenerla. Supone un gran derroche porque hay fuerzas desconocidas que frenan esa voluntad tuya de selección. 

Pero ya la tienes. La has escogido porque te ha llamado la atención con más vigor que otras anteriores. La miras. La enfrentas. Quieres fijarla. Que quede lo más inmóvil posible. Para poder acercarte a ella. Quieres familiarizarte. Por eso te pones a su lado, la quieres tocar con suavidad, comprobar si te deja aproximarte. 

En realidad, lo que deseas es dominarla un tanto para poder utilizarla como punto de partida de una indagación. Deseas que, a partir de ese movimiento, puedas penetrar en su interior y desplegar las múltiples secuencias que puedan derivar de ella misma. Abrir diferentes caminos desde ahí. Vías. Posibilidades. Un devenir u otro. Un camino que encuentres más atractivo. O, al menos, reconocerlo como el entorno más adaptado a tu quehacer, a tu pensamiento. A ti mismo. Algo que te encante de tal manera que, si se reúnen las circunstancias propicias, pueda alojarte durante una buena temporada. 

Y tal vez en ese caso bajarías las manos y abrirías los ojos físicos. Tomarías lápiz y papel y escribirías notas que describan y atrapen la idea, el entorno, algún detalle, alguna palabra, un pensamiento robado, unas frases atinadas, llamativas. Alternarías los ojos cerrados con los ojos abiertos. Las manos bajo el mentón con una mano que fija el papel y otra que agarra el lápiz con determinación por miedo a que todo se vaya al traste. Posiblemente la respiración se agite y los latidos cordiales dejen de ser tan plácidos. Como sucede cuando la emoción te embarga. 

Pero quizás debas intentar dominar a ese corcel que, si no lo impides, se desboca. No te precipites. Cogerías las riendas con decisión. Aunque corres el peligro de que te traicione ese hálito que te conduce y te mantiene en ese estado envidiable. Sé que en este punto tienes miedo de abandonar, de que todo te abandone. Los grandes esfuerzos se pagan y posiblemente carezcas del suficiente resuello. O tal vez no. 

Me resulta fácil advertirte. Pero, si puedes, no desfallezcas. Ármate cuanto puedas con las armas de la emoción y de la suma paciencia. A lo mejor tu respiración es más alargada. Y tu corazón más resistente. Y tus conceptos tienen más fundamento. 

Y, si no es el caso, persiste. Inténtalo una y otra vez. La simple tentativa ya es una aventura atractiva. Y ese ejercicio de manos-ojos-cabeza resulta beneficioso. Como una bendición. Como algo que te vacía y deja que todo tú se renueve. Nueva sangre, nuevas ideas, nuevos comienzos. La misma vida. 

 


lunes, 24 de marzo de 2025

La pereza, por ejemplo

 


Pereza es la primera palabra que me llega. Viene como alguien impaciente que quiere avisarme de un peligro. El peligro de la impaciencia que mi cuerpo y mi mente, juntos en esa cuestión, han captado en el devenir de la vida que llevo. Puede haber resultado lo más fácil, pero se han aunado en ese tema. Como si los demás no existieran. 

Ha venido la pereza respondona, se diría que chulesca. Como si su iniciativa fuera la más importante, superior a todo lo que quiera competir o incidir en la vida de uno. Apabulla cuando llega, calla cualquier intento de justificación aunque ni siquiera se tratara de un lamento o una incursión espontánea en una posible conversación. Sucede. Cae la bomba. Explota ante tus narices. Te hipnotiza, te ata de pies y manos, te derrumba. Caes fulminado. No tienes nada que decir. Cualquier intento de no sometimiento es inútil. Estoy vencido. 

Si acaso da tiempo a bajar la mirada, a remover con lentitud el fuero interno y buscar alguna salida, una reacción que no perjudique al mismo ser. Tanteo posibilidades que, tras alguna de las puertas, me permita un estiramiento, aunque me fuerce a reptar por el hueco. 

Pero antes me asombra la inmensa docilidad, la aceptación incuestionable de toda orden, de cualquier planificación externa a mi mismo, que llega vociferante pero fácil, con la suavidad de lo que se aparca sin contemplación pero con una fuerza que detenta una amenaza avasalladora. Me pregunto qué me inmoviliza, qué me detiene todo incipiente pensamiento o toma de posición. Se podría pensar en la poca valoración de uno mismo, en el querer evitar todo conflicto, en el miedo a la soledad o aislamiento, en la disminución de los elementos imprescindibles, de tipo fisiológico o psicológico, para afrontar los diferentes embates de una vida, para enfrentarse a la vida misma. La falta de valor en tiempos complicados. El miedo a la aventura. El pavor ante lo desconocido. El deseo de paz, aunque se trate de una paz dolorosa de un vencido, humillado, dormido. La aniquilación de la voluntad. El olvido de uno mismo. El desaliento. La confusión. La confesión. La culpa. Alguna culpa. La que produce una sensación de vacío. Una vergüenza. Una falsa modestia. Un desatino incomprensible. 

Y, por qué no, la pereza. La pereza que comenzaba arriba y la pereza que aquí termina. La pereza como envoltorio de un pack de palabras y frases que se han convertido, finalmente, en un texto. La pereza de escribir, por ejemplo. 

sábado, 8 de marzo de 2025

Sara sonríe

 


Sara se ríe. No cree en absoluto en lo que le dicen. El sentido común la respalda. Se ve mayor para procrear. Entorna los ojos para pensar en la posible causa del vaticinio. Por qué se lo anuncian como si el emisor fuera un profeta. Quizás se toparon con una pizca de su antigua hermosura. A lo mejor observaron esa placidez que siempre le acompaña. La que hace sonreír a sus admiradores mientras, durante más tiempo del acostumbrado, la contemplan. Puede que hayan notado la viva complicidad que mantiene con su esposo. ¡Se plantea tantas cosas!

Pero nada le preocupa sobremanera. Lleva una existencia calma. Más tranquila que cuando realizaba tantos quehaceres. Ahora camina despacio por la vida, tantea los obstáculos, pisa todo con la conciencia que sabe sopesar, mientras la cabeza examina, recuerda, establece vínculos y extrae conclusiones.

Y los ojos y los oídos, tan despiertos, atienden al aire que corre, a la brisa que acaricia, a los sonidos que siempre significan algo, que denotan una situación aquí y otra allá, a los restos de conversaciones que capta a su paso. Y, entretanto, sus ojos observan el paisaje, la luminosidad a su alcance, los rostros que transparentan alegrías y tristezas, la mayor o menor fe en la misma vida. 

Sara sonríe mientras camina. Por momentos piensa que se encuentra en la mejor fase de su vida. Y, a medida que da los pasos, con la breve sonrisa en sus labios, siente todo y lo coloca en su sitio. Lo acepta, lo amolda y procura darle un sentido. Y Sara siempre adelante con su sonrisa. 


viernes, 7 de marzo de 2025

Mejor callar

 Mejor callar. Sellar la boca para no emitir los pensamientos que fluyen por la cabeza. Para no desarrollar las reacciones a lo que se ve. A lo que los ojos estupefactos descubren. A lo que los ojos tan vivos contemplan. Incluso procurar que los ojos no expresen nada. Habría que dejarlos fijos, inmóviles, sin expresión alguna. Practicar el silencio, el no expresar de ningún modo la aprobación o el desaliento, la reacción positiva o negativa, la sorpresa alegre o el escándalo ante una escena, una situación, unos hechos. 

Mejor colocarse en la otra orilla. La orilla de los seres inanimados. De la viveza a la muerte súbita. Del juvenil saltar por todo al avejentado inmovilismo de los que no deben o no pueden o no quieren pronunciarse. Quizás no tengan derecho. Quizás les dan por consumido su tiempo. Quizás, al cambiar las consideraciones, han perdido el tacto oportuno en la intervención. Incluso el derecho a la intervención. 

A lo mejor pasó tanto tiempo que se está sobrepasado. Que los argumentos de otro tiempo ya no pueden ser entendidos ni admitidos. Lo que fuera normal ahora es grave. Como si una gran hipocresía se hubiera extendido como un enorme manto que lo cubre todo y domina la vida del momento. Como si ese manto cubriera todos los valores antiguos ya, los hubiera tapado, condenado, perseguido, eliminado para enaltecer otros valores tan superficiales que denotarían un mundo cada vez más descafeinado, mezclado, confundido, extenuado, aparente. La apariencia como una extensa manta encubridora de no se sabe qué intereses. De intereses menos humanos, aparentemente más humanos. Menos firmes, aparentemente más airosos. 

Mejor callar, permanecer en un círculo cada vez más pequeño. Perder poco a poco el contacto con el exterior. Para no contaminarse y, sobre todo, no errar y ser condenado por la cuestión más simple e inofensiva que ahora ya es ofensiva y perseguida a muerte. 

Callar. Quedarse en una burbuja. No asomar la cabeza ni alguna otra parte del cuerpo ni de la mente. Convertirse en una planta, aunque sea una planta que va a menos y que no necesita riego porque ni crece ni padece ni brilla ni se convierte en árbol de frutos frescos. Una planta silenciosa que, si sufre, ni se nota. Pero todos se aseguran de que no haga sufrir, de que no rompa el nuevo ritmo, la nueva filosofía, tan simple, tan sencilla, tan reluciente. 

Mejor callar. Desviar los pensamientos y las reacciones hacia adentro. Ampliar el mundo interior con todo lo que en otros momentos hubiera salido al exterior. Realizar una verdadera y decidida mudanza hacia un mundo rico interno. Dar la espalda a lo vivido fuera por el miedo a ser perseguido, a ser señalado y apartado como descatalogado, fuera de toda línea actual, como si la verdadera desaparición se hubiera producido. 

Mejor callar, no expresar, no mover ni un ápice del cuerpo, no vaya a ser interpretado de un modo desatinado y fuera del actual contexto. Que aún hay miedo a avergonzarse, a pisar el fango y hundirse sin remedio y quizás con mofas y desprecios. Bienvenido al silencio. 

martes, 14 de enero de 2025

Leo Lenz

 El hombre entró en casa de Lenz por la puerta alemana. Siempre le había llamado la atención lo alemán por desconocido. También por el poder, la situación central en su marco geográfico y por la prepotencia. Esa creencia de superioridad que, si bien odiaba como para apartarle de la idea de interesarse en ella, al mismo tiempo le atraía. Sentía la curiosidad de conocer detalles, fuerzas, caracteres, cualquier insignificancia que le aportara algún conocimiento. 


Abrió la puerta sin más y se encontró con un joven en apuros. Una especie de prisionero por algún hecho grave al que castigaban con una redacción. Lo aislaron para que pudiera trabajar en ella y nunca hubieran podido imaginar que le hacían un gran favor. El favor del aislamiento, de la soledad para pensar, recordar y escribir. Al mismo tiempo lo apartaban de las malas compañías, de las buenas y de todo el ruido externo, que siempre arrastra a la confusión, la inquietud constante por diversos temas, con sobresaltos emocionales, y a la pérdida de tiempo. Porque, para él, todo lo que no fuera un lápiz, un papel, unos codos sobre una mesa, un aire respirable, unos ojos prestos siempre a observar momentos de la vida vividos o imaginados o soñados constituían una demora, una distracción o un alejamiento del camino que quería seguir. 


Aunque con pequeñas interrupciones, durante las cuales escondía con toda diligencia los papeles para ocultarlos, para no mostrar su acto preferido, alimentaba las hojas con todo lo que le venía a la mente. No podía mostrar su placer al escribir. En otro caso lo hubieran lanzado a la muchedumbre, al conjunto de chicos detenidos por actos difíciles de calificar y con una mentalidad básica muy alejada de la suya, con unos ideales que nada tenían que ver con lo propios, no por ser peores, sino por dirigirse hacia la esquina opuesta a la suya del mundo y de la misma vida.  


Así pasaba los días, encerrado, en compañía de los básicos juguetes preferidos. Imaginaba historias que empezaran interesantes, o curiosas al menos, y le costaba continuarlas o acercarse a algún final. Se le echaban encima los principios de historias, iniciaba el camino y, a una cierta altura, hechos unos tramos que prometían un desarrollo viable, se detenía de pronto. Sufría  un empujón importante, de esos que, si no tumban, al menos desequilibran hasta tal punto que producen un desarreglo total, como el de un terremoto en el que, sin llegar a tragarte la tierra, te balancea, te desplaza y, cuando abres los ojos, te hallas en otro lugar diferente. Y todo provocado por la prisa de las historias por salir. Historias que no cuajan porque mueren a las pocas horas. O desaparecen bajo el agua. Y no se sabe si reaparecerán o quedarán sepultadas para siempre. Historia empuja historia. Historias inquietas, nerviosas, exaltadas. Violentas al querer imponerse a las que les preceden. Desatadas. 


Las interrupciones le hicieron salvar algunos papeles. Los que escondía para no ser vistos por nadie. Los ocultos por miedo a perder el privilegio de la soledad y la escritura. Y entonces, al quedarse solo de nuevo, en lugar de coger nuevos papeles en blanco, decidió retomar los escondidos, para intentar salvar algo, para tratar de dar continuidad a los fragmentos, una tarea mucho más dura, menos espontánea y que él ponía en cuestión del mismo modo en que enmarcaba a todo el mundo en una duda existencial. 

jueves, 9 de enero de 2025

El bautizo de un escritor

 Las pequeñas pasiones pueden incidir de modo curioso en la vida de uno. Y Ludovico tenía una pasión, la de estar cerca de todo lo que significara, oliera, rondara y tratara sobre la escritura. Pero no cualquier escritura, sino la de autores que empezaban a sonarle, que comenzaba a admitir en sus estanterías o a escoger de las estanterías de las bibliotecas frecuentadas. Escritores normales, que no estuvieran tan encumbrados como para jactarse de su escritura ante el público, ni para creerse por encima del resto de los humanos. Escritores que, en momentos como esos, estuvieran dispuestos a mostrarse, a dar pistas, a entusiasmar a la gente de letras que acudía a escucharlos y, sobre todo, a quien, en lugar de querer quedar bien ante los catedráticos y autoridades presentes, intentaran enlazar con personas con los ojos abiertos y atentos, que más que indicar sorpresa o admiración, indicaran eso y algo más, una especie de ansia de captar y extraer para sí las palabras, las ideas, las maneras y hasta los mismos gestos del orador.

Por eso, cada año, cuando en la metrópolis se organizaban las Jornadas de Literatura, a la que asistían escritores, profesores del ramo y gente de universidad, él, que había ido ahorrando una pequeña cantidad de dinero a lo largo de varios meses, pedía permiso en su oficina, reservaba una habitación en un hotel de la metrópolis y asistía a las charlas de cada una de las Jornadas.
Ludovico llegaba puntual a cada cita y se colocaba en el lugar estratégico decidido con anterioridad, abría su gran libreta tamaño folio confeccionada por él mismo y se disponía a tomar nota de todo lo que le llamaba la atención. Y le atraían muchas ideas, muchas expresiones, pero a veces era tan grande su concentración, que se quedaba como embobado y dejaba de tomar notas hasta que se daba cuenta de ello y se ponía a escribir como loco con una letra ilegible las ideas que quería retener.
Una noche, mientras veía las noticias de última hora en la televisión del hotel, pasaron un brevísimo reportaje de las Jornadas y se quedó petrificado al verse mirando con una cara de sorprendente atención al conferenciante. Sintió un poco de vergüenza y comprendió enseguida por qué habían escogido esa actitud de gran interés. Pero pensó que, de todos modos, era un flash de noticia rápido y lo olvidó al instante.
A las afueras del salón de conferencias se colocaba un tenderete de libros que le llamaba la atención y que escudriñaba una y otra vez, dada la variedad y los cambios que se producían, en un desfile continuado de obras, según los escritores que hablaban y de los que se hablaba.
Y cada día encontraba alguna pequeña joya en ese entramado. Se hacía con ella y, si era posible, aprovechaba que el autor estuviera presente para cazarlo in fraganti y solicitarle la firma, que no era sino la excusa para intercambiar unas palabras, hacerle unas preguntas que le empujaban dentro de su cabeza y que acababan por salir con un desparpajo que a él mismo lo sorprendía, sobre todo cuando había pasado el trago. Pero era lo que le gustaba, lo que le podía dejar saciado, había venido a eso, había dejado todo para rozar lo que le parecía algo sagrado, inalcanzable, alejado, y ahora lo tenía delante, tan al alcance de su mano, que pensaba que todo era un sueño.
Y soñaba que esos días hacia vida de escritor que hablaba sin problema con otros escritores, que no sabían nada de su oficina, de su barrio, de su pasión por los libros. Probablemente le notaran el brillo de los ojos, quizás ahí pudieran sospechar que se trataba de un aprendiz, de un obseso de las letras que no ha llegado a nada, ni a publicar una sencilla obra, aunque fuera copiada, sin conocimiento de nada ni de nadie que le diera paso a ese mundo de privilegio del libro, porque ese brillo y esa pasión le traspasaban los ojos y la boca y, a lo mejor, quién sabe, tenía que haber vomitado para disimular su modesta escritura y parecer así siquiera un gozador del alcohol como Baudelaire o un borracho de letras y de vino. Pero salía airoso de un encuentro, se retiraba aparte y se preparaba para la próxima sesión.
El último día, en la confusión entre el sueño y la realidad de la nueva mañana, apareció en el salón cinco minutos tarde con su cartera de asistente en bandolera y una botella de champán tamaño especial, se detuvo delante de todos, entre el estrado y el público, la descorchó con gran estruendo y sonó un aplauso creciente, de esos que se dan a las grandes locuras y a las personas muy importantes. Y Ludovico, pensaran todos lo que pensaran entre gran loco y gran artista, se derramó el champán por encima de su cabeza y se sintió escritor.

miércoles, 8 de enero de 2025

Qué miedo a escribir

 Siempre los miedos. Toda clase de miedos. Y escribir. Aparece ahí, de pie. Provocándome como tantas veces. Sólo para bailar un rato conmigo. A lo mejor me sonríe. O me empuja a la calle de la amargura. Pero ahí está. Como si me adivinara mi deseo. Un impulso que pudiera ser transparente. De ahí su aparición. 

Definitivamente quiere que reflexione. Que piense que lo tengo. que me posee. Que me debo quedar con él. Y, si miro un poco, puede que lo confunda con la vergüenza. Todo te da vergüenza cuando eres un niño ingenuo, toda la inocencia como una sábana alrededor de ti. Un amplio trapo limpio que no se despega de tu mente, de tu mismo cuerpo como una barrera, como un muro de contención.  

Miedo a que conozcan tus rincones exclusivos. Rincones de una supuesta perversidad inimaginable en esa carita primigenia. Rincones supuestamente maravillosos, o algo maravillosos, que ocultas porque te pueden poner más rojo que los más perversos. Rincones que defiendes con todas tus fuerzas. 

Miedo a una violación de una intimidad que ya podría estar más al aire. O entre el aire y el sol. O entre el sol y la noche. Ocultaciones. Para qué a esta alturas. Para qué antes de ahora. Una mente educada. Inducida. Sobrellevada. Dirigida.  

Los miedos a escribir se difuminan y te lanzas al ruedo con la improvisación que se mueve entre el buen sentido y la locura. Así las sensaciones disfrutan más de ellas mismas. Das ocasión a que se reúnan y se miren a los ojos, más abiertos que de costumbre, más propicios a sonreír y expresar el gozo de la espontaneidad alocada. 

O el miedo es a mostrar. A que alguien pueda verlo. A que descubran lo que no pretendes. A que conozcan detalles que no quieres que conozcan y que nadie -convéncete- necesita conocer. Te puedes quedar tranquilo. Escribir es tuyo pero no eres tú. Escribes de tantas cosas diferentes, personas variadas, experiencias extraídas, lecturas realizadas. Hay que atenuar ese miedo. Maquillarlo. Difuminarlo hasta desaparecer. Conjugar un adiós definitivo al miedo. Si es posible. 

viernes, 3 de enero de 2025

A la búsqueda de un texto

 Te puedes levantar muy temprano si quieres. Lady Obsesión no te ha dejado dormir. Se diría que te tiene atenazado. No te voy a decir por dónde. Pero te levantas para buscar un texto. Antes realizas los actos ordinarios, los acostumbrados. Pero esta vez con mayor rapidez, sin tanto esmero. La meta la tienes clavada. Ella te condiciona tus actos, todos tus actos, hasta los más insignificantes. Y hace que todo vaya a una velocidad supersónica. Todo ha pasado a segundo plano. Fuera. Fuera. Adelante. Caminas desembocado. Y por fin llegas a la silla y miras la pantalla, la hoja moderna con una luz que casi te deslumbra. Toda blanca. Toda luz. Pero nada. No ves nada. Te ha cegado. Buscas la razón del vacío. Pero no estás en condiciones de encontrar nada porque no estás en condiciones de buscar nada. Porque la precipitación de Lady “Obs” te obstruye. Lady Obstrucción parece. 

Tras tanta rapidez, velocidad, eliminación de lo corriente, de todo lo habitual. El deseo de llegar pronto a la meta te ha traicionado. Te ha vaciado. Te ha arrancado todos los argumentos, incluso los más pequeños que siempre te asomaban por encima del flequillo. Se te ha caído el alma a los pies. Y los pensamientos denigrantes, los aniquiladores siempre al acecho, aparecen delante de ti. En toda la pantalla. Te miran con ojos que atraviesan, que tumban a cualquiera. Quizás sea el momento de volver a empezar. Por lo más básico. Trasladarte a la primera edad. A las primeras sensaciones. Los primeros instantes  y las primeras capturas de ideas, pensamiento y sentimientos. A lo mejor pescas algo, espera el momento. Con toda paciencia. Sin prisas. Aunque sea un pequeño texto. 

jueves, 2 de enero de 2025

Fragmentario

 De abanico a manta corren los meses, las lecturas, las celebraciones, las palabras. Todos con una prisa enorme. No hay tiempo para la pausa y el regusto. El verbo degustar se ha ausentado de este mundo. Intento provocarle su vuelta, enseñarle la muleta como si de un toro se tratara. Lo piropeo a pesar de mi poco deseo de practicar alabanzas. Y en esas estoy. Hago paradas, levanto la mirada, aminoro el paso, me inunda el deseo de embelesarme y me repito a cada instante date cuenta de lo que haces. Por si me ayuda a hacerlo de facto. Pero las prisas me circundan como culebras amenazantes de mil formas y me embisten sin la menor delicadeza. 

Tantas aprensiones me incitan a una maratón por los diarios de Chirbes, un largo y lento recorrido, me acompaña siempre Tizón con su leve herida a cuestas y luego una multitud de señores y señoras a los que me asomo porque me seducen, pero duran poco entre mis manos. Porque siempre hay gente nueva que llega,  asoma la cabeza, me mira y me atonta, aunque todo vuelve a ser pasajero. Unos pisan a otros. Algunos se quedan colgando y no puedo soltarlos. Esperan simplemente el momento en que puedan mantener durante algún tiempo el encuentro iniciado. 

Aun así, sigo nadando. Muchos peces alrededor. Se acercan. Me huelen y me picotean con sus sensuales labios. No me disgustan nada. Siempre busco en ellos la nueva sensación, el nuevo fervor, el espíritu seductor que aparece, se regodea y me deja con un deseo encendido. Me encuentro rodeado de llamas dispuestas a ser utilizadas, a conceder un placer exclusivo. A veces no sé si soy un pez que caza o que es cazado. O que soy más pez que los mismos peces, a caballo entre el mar y el agua dulce de los ríos que van a la misma mar.

Hace poco he vislumbrado un hueco donde evadirme, una lengua fácil, un pez George recomendado. Pensaba que me iba a transportar a otros océanos, pero se ha quedado cerca de mi, como tantos. A veces me mira, me encandila y se coloca de nuevo muy cerca. Sabe que debe compartir mi compañía con tantos otros que nadan a nuestro lado. No dejes que te agobien, sigue la senda como más te guste, me dice la comendadora. Y yo le hago caso. Porque pienso lo mismo. Y, sin agobios, continuo mi camino   de ser fragmentario.